martes, 1 de enero de 2019

¿Tú no?

-La Lluviedad

Tú no sabes lo que es despreciarte tanto que hay días que apenas funcionas, pero no tantísimo como para dejar de hacerlo.
No sabes qué es estar riéndote de algo, en compañía de gente que amas, que te ama, y de la nada sentir en el pecho esa corriente lenta, tibia apenas e insípida, de desencanto de la vida, de tu vida.
De qué hago aquí. De para qué.
No sabes qué es dudar de todo lo que haces, de qué propósito puede tener decir tus ideas, tus deseos, tus bromas si ni para ti tienen sentido ni les hallas provecho.
Mirarte en el espejo con tu cúmulo de rechazos de todo tipo que a veces quieres creer que son imaginarios pero que ya son tantos que no pueden ser inventados, y pensar con razón, qué esperabas, o solo exhalar una risita con autoburla.
Llegar a un lado y enseguida querer irte porque con nadie haces juego, y volver a tu isla consciente de que tampoco ahí harás juego porque solo estás tú y tú tampoco te sirves para eso.
Andar por los días con cuidado de tocar a la gente y a las cosas lo menos posible para no molestar, para no perturbar ese hilito de equilibrio que te mantiene en la vida. Llevar puestos tus lentes de absurdo con los que todo se ve de utilería y no querer quitártelos porque habértelos puesto es tan absurdo como querer deshacerte de ellos.
No eres isla desolada.
Tú no sabes, no te has condenado.

El ritual de todos los días frente al espejo, a ver si pega.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Creación

Por @Annberbiz 


¿Qué estoy haciendo al escribirte?
Te escribo a la medida de mi resuello.
Estoy intentando plasmar tu perfume.

Te sigo inventando en lugares y ciudades,
sin lograr descifrar, qué lugar ocuparé en ti;
este involuntario instinto no puede ser descrito.

Te escribo en instantes de confusión,
en imágenes que se funden con la bilis de una urbe.
Sin embargo, tu paisaje me causa cansancio.

Mis manos frías teclean tu futura vida lúgubre.
Sé qué ahí está la belleza,
la fealdad será tu estandarte de guerra.

Yo amo lo feo, de un amor de igual a igual. 
Te estoy haciendo, te estoy creando.
Te hago hasta llegar a los huesos.

Junto universos y miedos, que salían de mí.
Para erigirte con estructuras nítidas y sombrías,
el mal nos dominará, en un estado nuevo y verdadero.

Te escribo para darle forma a elementos
que se resignan ante mis inquietudes.
Sucedes aquí y ahora.



Foto: Iván R.

sábado, 3 de noviembre de 2018

No es feminista


Por @cumbiabich


Tenía como 10 años cuando mi abuela me mandó a comprar unos tés para un familiar enfermo suyo. 

Caminé un chingo, como 2 kilómetros seiscientos cuarenta nueve metros para tomar el camión que me llevaría al mercadito porque los camiones y peseras que pasaban por la casa, tenían otra camino.

Era fastidioso que fuera anca la verga porque era verano
y el sol estaba muy muy fuerte.

"—Mmmm acabas de nacer y ya estás cansado.
Todavía ni te vas y ya te estás quejando"
—me decía la abuela—
"ándale ya vete que se te va hacer más tarde."

Recuerdo que estábamos desos veranos de 38 grados y en la banquetilla de la ventana de la casa de mi abuela se me había quedado el bote con agua que la abuela me había llenado y que a medio camino que me acordé me dio weba regresar por él.

Ya que llegué a la parada habían pasado algo así como 10/15 minutos y el camión no pasaba.
A un lado mío, también toda asoleada,
estaba una morra de unos 25 años, algo así.
Bonita. 

Era un pinche pitadero de los carros que pasaban;
chingos de chiflidos. Otros en cambio, bajaban la velocidad del tsuru y hacían sus panchos gritándole mamada y media. Ah y se creían caritas, haciendo de pedo sus dizque poses galantes pinches. 

Y la morra lejos de voltear, con el calorón hacía gesticulaciones de pena y molestia.
Puto solazo. 

Yo con mis chorros de sudor en la frente y en el cuello volteaba a ver si venía el puto camión. 
La vieja estaba igual con gestos desesperados porque no llegaba. 

La chava traía un pantalón de mezclilla apretado.
De los azules descoloridos con cloro.
Yo traía mis eternos chores blancos de algodón puma.

La incomodidad de estar parados en pleno sol asfixiaba.
Y la morra por más que se movía nomás no se hallaba.
Y es que la parada no tenía techito. 

Nuestra desesperación se exasperó cuando llegó un carrito de paletas de hielo para justamente pararse frente a nosotros.

Era un paletero engorroso que con su paño rojo desos con los que lavan los carros se secaba la frente y se nos quedaba viendo para que le compráramos. 

Luego comenzó a ofrecer y primero se dirigió con la ruca.
Paletas y esquimales. 
Con la falta de dientes frontales esbozaba su risa chimuela ofreciéndole el producto. 

Ella negó amablemente y después me ofreció a mí y después a otro niño que acababa de llegar. 

El paletero cerró su carrito con la tapa de acero inoxidable diciendo groserías y ya.
Hasta que se largó. 

Puto chofer. 

Pero no era chofer. 
Era chofera. 

"Es que se atravesó el tren. 
Pásenle, súbanse rápido."
Rum Rum! 
"Vengo atrasada."

Venía semivacío.


-continuará-



jueves, 1 de noviembre de 2018

Memoria sin nostalgia

-La Lluviedad

¿Tú crees que las nubes tienen memoria?
Siempre que pasábamos por el caminito donde se atravesaba la ruta de los camiones con esa parte de la ciudad que era arroyo con huertos a la orilla me preguntabas más o menos lo mismo.
A veces no preguntabas, afirmabas nada más.
Yo creo que sí han de tener memoria, siempre está lloviendo aquí, aunque el resto de la ciudad esté
seco, aquí siempre está mojado.
Tienen que acordarse.
Las nubes tienen memoria.
Tienen memoria de ti, para mí, de cuando pasábamos por este puente y me lo preguntabas, o me lo proponías, o afirmabas o confirmabas o reafirmabas:
Yo creo que las nubes tienen memoria.
Siempre encontrábamos, si no lluvia, vestigios de lluvia; si no vestigios, presagios.

Chispitas milimétricas asomándose hacia nosotras por el parabrisas, con su carita transparente pegada al cristal, viendo cómo nos maravillaba que el cielo siempre recordara dónde llover.
Tienen memoria, me decías, e imaginábamos sus viajes por toda la tierra, fantasmas paseantes de la costa al desierto, al conjuro del frío que las realizaba en hielo en la tundra, a cielos grises tumultuosos de otras nubes, a cielos cafés donde el humo venenoso había reemplazado a casi todas las nubes.
Y de ahí de vuelta a nuestro puente, que en algún tiempo no había sido puente sino el puro arroyo ahora esquelético que solo en partes era visitado ya por las nubes que recordaban de vez en cuando dónde venir a llover.
Te gustaba contar que el tiempo de las nubes era distinto al nuestro, y que se asomaban, incluso después de años, a ver si los peces, las garzas iban a venir a jugar al arroyo, como cuando los niños van a casa de sus amigos a ver si van a salir hoy.
Siempre me dabas historias de esas nubes, que decías, eran las mismas, y estabas segura porque años de vivir mirando al cielo te habían hecho experta en la materia, la materia blandita, la materia húmeda, la materia aborregada, materia blanca inmaterial que puebla el cielo.
Y sí, sí tienen memoria.
Y no, no son estas, las del arroyo venido a puente, las únicas que tienen memoria, ni las otras trotamundos, ni incluso los oscuros espíritus de la combustión vehicular. El humo del cigarro tiene memoria también, memorias más puras porque carecen del artilugio de las palabras, son golpecitos de sentimientos que nadie puede mentir.
Tienen memoria las nubes, sí tienen, y a partir de ahora, que te recuerden ellas, porque yo ya te escuché demasiado y por recordarte a ti me he distraído de mí, me he olvidado, me perdí entre tus palabras bonitas, entre tu acercarme al cielo, asimilarme a la arena y al mar, compararme con abismos, laberintos, profundidades confusas, florecillas fáciles, frágiles. Hundirme en misterios.

Soy yo, soy persona, no soy sirena, no soy recuerdo de nube, no soy musiquita, soy cuerpo pero soy más que cuerpo. No soy brisa, soy piel, pero soy más que piel. Ya entiendes, soy alguien, soy yo.
Soy sola y soy con el mundo todo, con las nubes también si quieres, pero soy sola, soy libre, soy yo.

Sueño ligero